miércoles, 18 de febrero de 2009

Memorias de Ada Swarty

Siempre he sido una gran admiradora del escándalo, eso lo tengo muy claro. Y desde bien pequeñita destaqué en ello.

Tendría unos nueve años, en mi casa se estaban haciendo una serie de obras, sobretodo a lo que se refiere a la pintura de paredes y demases. La biblioteca sufrió un terrible percance que ya se veía venir hace tiempo; el techo se derrumbó completamente debido a una fuerte tormenta que ocurrió hace semanas. La casa ya estaba vieja y mis padres tuvieron que resignarse a reformarla, teniendo en cuenta el terrible coste que le iba a acarrear.

Aquella tarde, salí de mi cuarto como siempre hacía para mirar a los obreros, pintores, carpinteros, etc … Yendo de un lado hacia otro, mientras yo les observaba cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada gruñido … Absolutamente todo mientras mi mirada penetrante les incomodaba, pero aún así, nunca me dijeron nada. Allí me quedaba, de pie, siguiendo sus movimientos y sonidos girando la cabeza, mientras merendaba, tomaba un helado o una piruleta.

Aquella tarde, debo reconocer que hacía bastante calor, las ventanas abiertas de par en par trasladaba el agrio aroma de la pintura de las paredes, que se introducía en las fosas nasales dejándote un sabor amargo en la boca y cierto picor en la garganta. Pero, a pesar del olor nauseabundo, yo continuaba allí, lamiendo mi pirueta que me dejaba la lengua completamente roja. En aquel momento, solo se encontraba uno de los pintores, dando unos últimos retoques.

Allí estaba yo, pequeña e insignificante, con un aire de inocencia rodeándome pero con un mirada perversa en los ojos. El hombre se estaba poniendo nervioso, y me lanzaba miradas como si fueran fuego para ahuyentarme, pero yo permanecía allí estática, firme como una cariátide imperturbable.

Bajó de la escalera en la que estaba subido, con la brocha gorda en la mano, chorreando de pintura blanca sobre la sabana blanca que cubría el suelo. Mis ojos se entrecerraron, pues aquel hombre me miraba con actitud desafiante.

Dejé que mis labios abarcaran un poco de la pirueta en la parte superior y succioné un poco el sabor de fresa, el caramelo humedecido por la saliva de mi labios. Él se encaminó hacia mí y se quedó justo enfrente mía.

Podía ver su enorme barriga tapándome cualquier punto de visión y su olor de sudor me invadió las fosas nasales, y con cierto gesto de asco, moviendo las aletillas de la nariz, subí mi cabeza, clavándole la viste desde mi diminuta altura, con el ceño fruncido y torciendo la boca en señal de desagrado.

-Eres una niña mala y maleducada, ¿no te han dicho nunca tus papis que no debes desafiar a un adulto?- me dijo con su voz de gordo sofocado.

No le contesté. Simplemente, le seguí contemplando odiosamente, deseando que se alejara para no tener que seguir aspirando aquel terrible olor a masculinidad. Su sonrisa se volvió maléfica. Me agarró del brazo con brusquedad y me arrastró hasta la cocina, uno de los pocos lugares de la casa intactos por el devastador terremoto de la remodelación.

Me levantó de un salto del suelo y me colocó encima de la mesa, bocabajo, levantándome las faldas de mi vestido. Apreté los ojos fuertemente y me tapé los ojos. Recibí una buena azotaina, los golpes secos y rasposos de sus manos manchadas de pintura traspasaban la barrera protectora que ofrecía mis braguitas de algodón. Picaba, pero me negué a quejarme y me mordía los labios para reprimir mis gemidos de dolor.

Pero paró. Giré mi cabeza para verle y una expresión perversa cruzó la cara de aquel gordo asqueroso. Me agarró el principio de las braguitas con brusquedad y me las bajó, dejándome el culito al aire. Estaba rojo y me pregunté en ese momento que pretendía con eso de dejar a la vista de sus indiscretos ojos mi culo infantil.

Me volví para mirar hacia delante pero no debí hacerlo. Sorprendida por la brusquedad de la sensación de dolor que me invadió aquellas partes que creía desconocidas de mi anatomía andrógena de niña, abrí los ojos como platos, con las lágrimas vacilando entre la caída y la contención, mi boca en forma de una gran o, reprimiendo una grito ahogado de sorpresa desagradable.

Fueron 5 minutos agónicos que se me hicieron cinco horas eternas cercanas al día entero, apretando los ojos de dolor, me escocía, me provocaba una horrible sensación de náusea que se mezclaba por la repulsión que me producían los ecos de sus jadeos que en cierta manera me parecieron lejos.

Aquel fue el primer corruptor sexual de mi vida. Pero por una parte, no me siento ni avergonzada ni martirizada por aquel acontecimiento. Simplemente, tenía que pasar de alguna manera y de esa manera sucedió …

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