martes, 27 de enero de 2009

Manhattan Hostel: Ada Swarty

Después de aquella humillante traición, casi me quitaron las ganas de seguir trabajando en aquel local. No quería volver a ver a aquel hombre jamás en mi vida. Ya había sufrido bastante con otros, no volvería a caer en la misma trampa de siempre. El cuarto andaba echo un asco, con las medias por aquí, la ropa interior para acá, la cama sin hacer, el abrigo tirado en la entrada … Pero lo que no entendía es que si no quería sufrir más, ¿por qué continuaba con aquel estado de ansiedad y tan decaída?

Allí estaba, en la silla, con el camisón aún puesto y la bata cubriéndome los hombros, con las piernas dobladas y pegadas al pecho, los pies apoyados en el desordenado tocador, con la cabeza apoyada sobre un brazo, pensando, dándole vueltas a la cabeza, amargándome, sintiéndome miserable, recordándole, odiándole, admirándole … Apreté el puño y me golpeé el muslo con el.

Me senté bien y cogí un libro de encima de la mesa. Dubliness, de Joyce. Lo cogí de nuevo y comencé a leer Araby. Cuánta razón tenía. Vivimos como niños en un mundo de ilusiones y fantasías y a medida que nos proponemos creer en algo y en nosotros mismos, siempre está la dura realidad ahí presente para hacernos abrir los ojos, de la manera más miserable posible, recordándonos lo ingenuos que somos.

Alguien llamó a la puerta y salí de aquella burbuja literaria en la que estaba envuelta. Solía sucederme cuando me ponía a leer. Dejé el libro sobre la mesa y me levanté con pocas ganas de recibir a nadie, atándome la bata con la cinta a la cintura. Quité el pestillo y abrí el cerrojo. Casi caigo muerta en el suelo del susto que recibí.

Era él. Dios mío. ¿No tenía suficiente con la tortura de la otra noche?. Se quedó a poyado en el marco de la puerta para evitar que le cerrase en las narices, viendo el gesto de desagrado que tenía.

-¿Cómo averiguó donde me encontraba?-dije en tono seco.

-Recuerda que yo también trabajo en el Cotton’s - me dijo sonriéndome.

Miré hacia el suelo para evitar mirarle a los ojos directamente. Me di la vuelta y le dejé pasar resignada, mientras recogía algunas cosas que había tiradas por el suelo y las dejé tiradas en un rincón. Cerró la puerta y se quitó el sombrero y el abrigo.

-¿Dónde puedo dejar esto?- me dijo mostrándome sus cosas.

-¿Piensas quedarte mucho tiempo?-dije irónica.

-El que necesite-contestó desafiante, dejando las cosas encima de la silla de enfrente del tocador.

Estiré las sábanas y me senté al borde de la cama. El cogió un cigarro del interior de su abrigo y me ofreció otro, el cual acepté Otra vez estaba volviendo al vicio. Maldita sea ese hombre.
-Aún no se su nombre, señorita- me dijo echando una bocanada de humo al aire.

-Usted tampoco me ha dicho nada, así que hasta que usted no se decida, no pienso ceder- dije también echando el humo y mirando hacia el techo.

-Eres cabezona, ¿eh?- me dijo acercándose a mí.

Se apoyó justo enfrente mía, quedando nariz contra nariz, mirándonos fijamente al los ojos. Solté el cigarro, dejándolo caer al suelo todavía completo y pude ver por el rabillo del ojo como él lo pisaba para apagarlo.

No me pude contener más y le mordí los labios llena de excitación. Luego el me besó, fundiendo nuestros labios. Me tumbé poco a poco en la cama mientras él se iba posando al mismo ritmo encima mía. Abría las piernas para acoger sus caderas y nos comenzamos a desnudar con ansias. Casi me arrancaba la ropa mientras yo le desabrochaba nerviosa y excitada la camisa.

Pero las ganas que nos teníamos no nos hacían esperar más. Pasó su mano por mi muslo, subiéndome el camisón y encontrando el principio de las bragas para deslizarlas entre mis piernas. Se reincorporó en la cama, poniéndose de rodillas para sacármelas completamente.

Entonces, le agarré de cinturón con una mano, para acercarle a mí y comencé a quitárselo. Él me ayudó en el proceso, guiando mis manos hasta que por fin conseguí bajarle con ciertas dificultades los pantalones, esperando más abierta que nunca a que me tomara, mientras le acariciaba el pecho esperándole.

Se inclinó para besarme otra vez y después se deslizó sus labios por mi cuello, consiguiendo que me murieras de ganas de lanzarle de espalda y montarme encima de él si no actuaba en aquel momento.

Entonces bajó las caderas y por fin, nos fusionamos y nos abrazamos excitados, mientras yo me aguantaba las ganas de gemir. Todo era tan rápido, tan fácil, tan alocado que tenía ganas de llorar de placer. Solo deseé que aquella fusión fuese eterna, pues no quería volver a dejarle escapar. Conseguiría fuese como fuese que se convirtiese en mi propiedad, me daba igual que estuviese casado, lo que contaba realmente eran momentos como aquel.

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